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Muchos de mis amigos y familiares tienen algún tipo de creencia pseudocientífica o paranormal; unos pocos incluso han adoptado una amalgama de creencias mágicas y pseudocientíficas como ideología y filosofía vital. Saben todos que yo mantengo una actitud escéptica y combativa ante tales creencias y sus divulgadores.
Inevitablemente, a veces tengo con ellos discusiones en las que no es extraño que yo acabe siendo clasificado de ciego y fanático por mi confianza en la razón, el empirismo y el método científico; me espetan con sabia y mística sonrisa que todos tenemos una religión, e intentan equiparar el conocimiento científico, un sistema establecido sobre verdades comprobables, con la fe religiosa, basada en dogmas supuestamente obtenidos por revelación divina. La ciencia es demostrable; la religión no. Pero no es mi tema ahora desmontar este argumento.
Me han preguntado muchas veces si no será una clase de intolerancia esto de luchar contra la extensión del pensamiento mágico y anticientífico. He reflexionado, ejercitando la autocrítica y haciendo examen de conciencia, sobre el difuso límite entre compromiso y fanatismo: ¿Por qué no permitir que la gente crea en lo que quiera? ¿A quién hace daño que muchas personas tengan creencias que entran en conflicto con el pensamiento científico? ¿No es soberbia esto de erigirse en sabio y educador del ignorante? ¿Acaso no puede ser mejor que algunas personas crean una mentira que les da paz y felicidad antes que una verdad que les haga vivir abrumados? ¿Cuál es el límite entre la noble educación y la falta de respeto a las creencias y cultura ajenas?
Me hacía yo estas preguntas y otras similares que me sumieron en una reflexión casi filosófica que me abstrajo durante un tiempo antes de hallar respuestas. Como suele sucederle a las mentes que buscan conocer la verdad, fueron los hechos y no las especulaciones ni los deseos personales (más bien tendentes a la indiferencia) los que me contestaron. Mi entorno cercano, mi época y mi propia experiencia me fueron proporcionando casos y ejemplos que se fueron distribuyendo a uno y otro lado en las bandejas de una balanza.
Por un lado pesaba la verdad útil, aquélla que no ha de ser necesariamente cierta, sino beneficiosa para el ser humano: la creencia sin fundamento que hace feliz al individuo. Nada malo encontré en la ilusión diaria que los horóscopos aportan a una de mis amigas: su lectura la divierte y estimula realmente y, al fin y al cabo, ella no comete la insensatez de tomar decisiones personales importantes basándose en el disparate astrológico; tampoco me pareció perjudicial la creencia de otra querida amiga en el yoga y, si bien anda un poco despistada entre tanto chacra, reiki y demás invenciones energéticas, la verdad es que es para ella una disciplina de relajación que viene bien a su nervioso temperamento; no me preocupó tampoco que otros amigos míos practicantes de taekwondo crean que su salud física y nerviosa, causada evidentemente por el ejercicio físico regular (que los tiene hechos unos mulos), es una consecuencia de su dominio de ese intangible producto de la fantasía llamado chi. La religión, la creencia en la supervivencia del alma, son consuelo y motor para millones de personas en un mundo muchas veces descorazonador.
Todo bastante inofensivo, de momento. Resultaría incluso cruel pretender arrebatar a estas personas tan beneficiosas ilusiones. Pero, ¿es tan sencillo el problema? Continúo sopesando los pros y los contras:
Además de los anteriores casos, también sé de personas cercanas que, en momentos de graves problemas personales y debido a su ignorancia, desperdiciaron dinero entregándolo a las manos de estafadores sin escrúpulos disfrazados de brujos o adivinadores cuyos consejos y predicciones nunca se cumplieron ni sirvieron para nada. Conozco personas que abandonaron tratamientos médicos científicos y afectaron gravemente a su salud al pasarse a falsas medicinas como la homeopatía cuyos efectos está demostrado que no existen. Incluso los cuentos fantásticos aparentemente inofensivos y risibles como los referentes a regresiones hipnóticas usadas por los pseudocientíficos para “recordar” vidas anteriores o abducciones extraterrestres, se filtran en la cultura general y provocan peligrosas consecuencias: recientemente un hombre fue a la cárcel en España tras darse en un juicio mayor importancia a unas declaraciones teatrales bajo hipnosis que a unas pruebas científicas forenses que lo exculpaban, cuando los psiquiatras expertos en hipnosis afirman que este estado inducido no hace recordar con más claridad o detalle; de hecho intentar esto puede provocar el peligroso efecto de mezclar las verdaderas vivencias con las fantasías hipnóticas y dar lugar a recuerdos falsos. ¿Y cuánto dinero, público o privado, se ha derrochado durante años financiando pseudociencia? Un ejemplo extremo de esto, triste y alarmante, lo vivimos hace poco, cuando en Sudáfrica el gobierno pidió asesoramiento a los famosos “disidentes del SIDA” (que sostienen cosas como que no existe el virus VIH) para tratar la epidemia sudafricana; de tomárseles en serio la tragedia humana podría desbordarse. Y la consoladora y piadosa religión también tiene su lado oscuro: sé de casos de niños fallecidos al negar sus padres, testigos de Jehová, una transfusión sanguínea necesaria. La superpoblación y epidemias que asolan África son agravadas por la Iglesia Católica con su irracional postura de no permitir la anticoncepción.
Llegado a este punto de mis reflexiones la balanza se inclina del lado del compromiso. No soy capaz de distinguir entre el sano folclore inherente a toda cultura y la dañina superstición que siempre han denunciado los sabios. Se me hace imposible la indiferencia ante la extensión de la ignorancia científica y la excesiva presencia en los medios de charlatanes, pseudocientíficos y fabricantes de misterios. Desde mi posición y posibilidades, seguiré molestando a mis amigos y seguiré informando y educando a quien quiera oírme. El pensamiento mágico, supersticioso, paranormal, pseudocientífico, anticientífico o como queramos llamarlo, dista mucho de ser inofensivo. La ignorancia nunca lo es.
(Publicado originalmente en
El Escéptico Digital)