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Y el escritor, más que el pintor, para lograr volumen y consistencia, generalidad, realidad literaria, así como necesita ver muchas iglesias para pintar una sola, necesita también muchos seres para un solo sentimiento. Pues si el arte es largo y la vida es corta, se puede decir, en cambio, que, si la inspiración es corta, los sentimientos que tiene que pintar no son mucho más largos. Cuando la inspiración renace, cuando podemos reanudar el trabajo, la mujer que nos servía de modelo para un sentimiento ya no nos lo hace experimentar. Tenemos que seguir pintándolo de otra y si bien es una traición para la persona, literariamente, gracias a la similitud de nuestros sentimientos, por la cual una obra es a la vez el recuerdo de nuestros amores pasados y la profecía de nuestros amores nuevos, no hay gran inconveniente en esas sustituciones. Ésta es una de las causas de la vanidad de los estudios en los que se intenta adivinar de quién habla un autor. Pues una obra, aunque sea de confesión directa, está por lo menos intercalada entre varios episodios de la vida del autor, los anteriores que la inspiraron, los posteriores que no se le parecen menos, ya que los amores siguientes son un calco de los anteriores. Pues no somos tan fieles como a nosotros mismos a la persona que más hemos amado, y, tarde o temprano, la olvidamos para poder volver a amar ―puesto que es uno de los rasgos de nosotros mismos ―. A lo sumo, la persona a quien tanto hemos amado ha añadido a este amor una forma particular que nos hará serle fiel hasta en la infidelidad.
Marcel Proust,
En busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado.